CRISTÓBAL PELAYO QUINTERO

(MARZO 1909-JUNIO 1995)

¨ Mi vida da para escribir un libro ¨

solía decir sentado en la ventana de la cocina mirando para afuera sin fijar la vista pues ésta apuntaba para adentro, repasando los años pasados. ¨ Desde que tengo uso de razón he estado trabajando: porquero, pastor, vaquero, guarda de finca, etc...¨.

            Y así se fue haciendo camino en la vida, camino que unió al de Curra, también de Salaviciosa, pero llegó el alzamiento y esté los separó por tres casi tres.  Salió del campo, de las tagarninas y los animales aquel muchacho de ojos claros y pelo rubio para participar, entre otros escenarios a cual peor, en el asedio de Badajoz, Córdoba, y la terrible batalla del Ebro. “Metro sesenta y nueve, complexión delgada, ojos azules, nariz aguileña...” así reza su cartilla de campaña en la descripción física, pues obviamente, no tenían foto.

            No hablaba mucho de la guerra, o al menos, no en términos que pudieran hacer ver a los demás las penurias que pasaron y, sobre todo, las que vieron todos los combatientes. Es como si hubiera querido proteger a los demás de saber cómo fue la guerra en realidad. Por eso las escenas cruentas nunca las narraba. Solo contaba anécdotas curiosas como aquella vez en Badajoz, en la que le dieron de comer pollo y cuando estaba rebañando el plato le dijeron:

- ¿sabe usted qué es lo que se ha comido?
- pollo, ¿no?
- lagarto.
“Pues estaba bueno el lagarto”.

             También hablaba de Priego de Córdoba y de una fuente con tantos chorros como días tiene el año. Pero qué no habrían visto aquellos ojos qué cada vez que, ya en la democracia, escuchaba en la radio la gresca política de los distintos partidos, siempre decía: “que gobierne el que sea pero que no haya otra guerra”.

            Terminada la guerra volvió a reunirse con su mujer y crear una familia. Tres chiquillos sacaron adelante: Paco, Luz María y Cristóbal, que seis nietos les dieron. Se empleó en el Novillero, a las órdenes del señorito, cómo mandaba la idiosincrasia de la época en Andalucía. Vivieron allí hasta que a mediados de los años cincuenta fue llamado por el entonces encargado de las fincas para entregarle una carta del terrateniente. La nota decía que desde ese momento él pasaba a ser la persona que administraría las fincas y que debían entonces vivir en el cortijo del Acebuchal. El camión de la mudanza fueron dos carretas tiradas por bueyes, con los enseres y los niños.

            La vida en el cortijo de la Acebuchal era la del campo, con mucho trabajo y pocos lujos. Se hacía el pan, se labraba el huerto, las gallinas,...puchero para unos pocos de días y si alguna vez  había plátanos, el cabeza de familia lo repartía entre los niños cortando rodajas con la punta del cuchillo.....Un quinqué para alumbrase por las noches y los mochuelos al anochecer maullando. Por la mañana, si llovía o hacía calor, con el alba, cogía el caballo y a sacar los animales. A veces tenía que ir más lejos y entonces decía: “Curra, mañana voy al Conejo, en el costo échame aceitunas y pan”.

            Así se pasaron más de veinte años. Llegó la jubilación y se fueron a vivir a Facinas, a la casa que allí. Pasaba los ratos en la puerta sentado, o en el poyete al lado del siempreverde al solecito. A los nietos, que se sentaban a su lado siempre les decía: “tu sabes esa copla que dice...”, y les decía un pareado, cómo el siguiente:

“Tres cosas tiene Facinas
que no las tiene Madrid
los cardos, las tagarninas
y sus cuestas para subir.”

            Muy bien vestido, con chaqueta, chaleco y si hacía fresco, la pelliza sobre los hombros. La gorra puesta también si estaba fuera. En invierno se sentaba en el butacón al lado de la ventana, mirando hacia fuera, con la tranquilidad de los años, de haber vivido una vida dura, siendo una buena persona, justo y honrado.

“mi vida da para escribir un libro...”

Mario Serrano Pelayo